miércoles, 15 de septiembre de 2010

VOLVER A SER NIÑOS

Volver a ser como niños
Una vez adultos, solemos caer en la soberbia y arrogancia de quien se considera
ya “experimentado” y sacudido por la vida. Sin embargo, los niños, con su sencillez
y abandono, nos recuerdan cuáles son las actitudes fundamentales que garantizan
la verdadera felicidad.
Si no os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de
los cielos” (Mt 18,3). ¿Qué significado tiene la expresión de
que hay que hacerse como niños, esa idea que, en la
historia de la espiritualidad, se ha llamado “la infancia espiritual”?
Por supuesto que Jesús no está invitando con estas palabras a
sus discípulos a vivir de manera infantil, eternamente incapaces
de tomar una responsabilidad. Tampoco se trata de interpretar la
frase con esa mentalidad típicamente emotiva propia de nuestra
época, empeñada en ofrecer una versión idílica o “bobalicona”
de una infancia encerrada en incontaminadas “campanas de
cristal”. Cristo habla, en realidad, de convertirse en adultos que
aprendan de los niños el valor de la sencillez y del abandono
confiado al Padre. En efecto, por misteriosa paradoja, el Señor
nos enseña que es necesario “hacernos como niños” para ser
cristianos “adultos”, es decir, para llegar al culmen de nuestra
edad espiritual. ¡Qué diferencia entre la actitud evangélica y el
programa moderno que declama, desde Kant, que la mayoría de
edad del hombre llega cuando abandona la fe y se entrega al
poder de la Razón endiosada! Muy por el contrario, el camino de
la infancia espiritual implica humildad, abandono, confianza en
Dios y docilidad para acoger su palabra. Algo totalmente distinto
al cristiano “infantil” o “noño”, aquél de la fe inmadura, de la
sequedad espiritual y del permanente alejamiento de Dios.
El adulto que se hace niño lo espera todo de Dios y lo recibe
como un bien gratis; sabe que todo don perfecto viene de lo
Alto, que todo es gracia. Parte de cero, como un recién nacido,
“el que no naciere de nuevo…” (Jn 3,3) y va creciendo en la vida
espiritual, hasta que se hace adulto, pero un adulto, que no deja
de ser niño, pues, en todo momento, se siente entregado a Dios
en total disponibilidad.
Una “prueba” reveladora
Algo de todo esto lo he vivido gracias a una especie de “rito”
que he tenido durante algún tiempo con una de mis hijas. Cada
vez que bajábamos las escaleras de casa, ella me pedía: “¡Papá,
la prueba, la prueba!”. Y la “prueba” consistía en que la pequeña
de 4 ó 5 años (ahora está más crecida, yo más viejo y… mejor no
arriesgarnos), se lanzaba “en palomita” literalmente desde el
escalón superior hasta mis brazos, estando yo ubicado 5 ó 6
escalones más abajo. Siempre me impresionó la tremenda
confianza y la decisión con que ella se lanzaba al vacío, con la
absoluta seguridad de que yo la iba a atajar. A veces me quedaba
pensando: “¿Uno tiene este grado de confianza con el Padre?”.
Todo esto se relaciona también con el evangelio de la
“pobreza espiritual” (y que sería erróneo reducir a categorías
de clase). El pobre perfecto es el niño. Porque no tiene nada,
lo espera todo. Porque sabe que su padre le ama, lo cree
todo y espera todo. Porque no sabe ver el mal, ama a todos.
Porque conoce su debilidad, su ignorancia, sus límites, y que
sólo puede vivir en dependencia de su padre, se alimenta
con el pan que le da su padre, con la palabra viva del padre,
con la voluntad del padre. La bienaventuranza de los pobres
de espíritu es, finalmente, la perfección del espíritu del hijo
respecto al Padre celestial.

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